8 de noviembre de 2012

Doña Ruth

Doña Ruth
 
      El gallo cantó. Entre las persianas, los primeros rayos de luz anunciaban la llegada del amanecer. El aroma del café de doña Ruth y la esencia de vainilla que emanaba su tarta recién horneada se infiltraban por debajo de la puerta. Era su manera de despertarme cuando quería hacerme madrugar. Esa mañana de domingo, quería que la acompañase al mercado central, escoltadas por Rufino.
     Abandoné las sábanas templadas aún empapadas de sueño, para ponerme debajo del chorro de agua fría del baño de  doña Ruth, tomé el café y acabé el último bocado de tarta ya de camino hacia la puerta. Salimos.
    
    Con el recuerdo reciente de los escalofríos en la espalda, paseaba con ella por las calles coloniales de León Viejo, que se cruzan alrededor de la catedral, en busca de lo necesario para el almuerzo de aquel día de fiesta.
El aire húmedo de la estación de las lluvias transportaba por el pueblo la fragrancia de las tortitas de maíz y el efluvio de las especias procedente de los puestos de la plaza mayor. Las paredes coloridas de las casas se encendían poco a poco bajo un sol recién despertado, mientras los niños jugaban descalzos en las calles atascadas. Al fondo, la silueta de los volcanes.
    Salíamos de las tiendas acumulando quilos, y dábamos la vuelta a cada esquina con un invitado más.
- Ruth, ¿no invitamos a demasiada gente?-le pregunté sorprendida. -¿Cómo crees que todo esto va a caber en el carro?
- Tranquila, mi hija. Quien quiera compartir el almuerzo con nosotros es el bienvenido. Siempre hay lugar para una silla más en mi mesa. Con fe, podemos hacer todo lo que nos propongamos- me contestó firme.
        
    Nos dirigíamos hacia la finca en un coche que parecía borracho, entrando y saliendo por los agujeros engañosos de aquella carretera apenas transitable después de la tormenta del día anterior. Yo ni la veía doña Ruth. Sabía que ella estaba ahí porque no paraba de hablar, ajetreada entre sandías, mangos, plátanos, tomates, pimientos, patatas, yuca, azúcar y harina. Y yo con la gallina en las rodillas viendo sus plumas espandirse en todas las direcciones.
- Tenga cuidado, Rufino, ¡o no va a llegar entero un solo huevo!
- Si, mi señora-, contestaba el pobre, intentando desafiar lo imposible.
       
El banquete de doña Ruth, preparado atentamente, con el esmero de cuando cuidamos de las cosas más queridas, llenó el estómago de los invitados de una comida sabrosa, sus oídos de música deliciosa y sus corazones de gran alegría. Todo el mundo se levantó feliz de la mesa y se fue cantando entre los limoneros, al son de esas melodías.
        
    A veces vuelvo a pasear con doña Ruth por la orilla del océano, en la costa centroamericana del Pacífico, mientras ella me cuenta de aquella vez en que el mar dejó una ballena en la arena…

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